PERDIENDO EL NORTE PARA ENCONTRAR EL SUR.

Corría el 1967, el año de la música pop, de los guateques, del Bitter KAS y del Cointreau con piña, de la generación yeyé, de la minifalda, de los Beatles, de los Rolling, del Seat 600, del Schweppes de naranja y de limón, de la serie “Chipiritifláuticos” de los hermanos Malasombra, de “Ábrete Sésamo”, de “Un globo, dos globos, tres globos”, de Ángel Nieto, del Gibraltar español y del sí quiero de Elvis Presley.

Eran tiempos donde los españoles comenzaban a recuperar la ilusión y la esperanza para alcanzar un futuro mejor, quedando atrás la tristeza de la batalla y las penurias de la posguerra.

Yo, que era como “Jeannette”, una joven rebelde que no estaba de acuerdo en el régimen en el que andaba inmersa España en esos tiempos… Ya me había metido en algún que otro “problemilla” pero gracias a mi padre me había librado. Él, que pertenecía al círculo de amistad del mismísimo Franco, me había sacado varias veces de pasar un largo tiempo en el calabozo. Pero aun así no me dejaba de decirme que abriera los ojos y que tuviera cuidado, que siempre no iba a poder liberarme.

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Las minifaldas y los pantalones de campana, las gafas de sol, el pelo largo, y la radio a escondidas eran parte de mi vida. Peleaba por la igualdad de sexos y aunque, había estudiado enfermería sabía que había nacido para defender los derechos de las personas. En la Cruz Roja estaban muy contentos conmigo, porque…seamos claros, mi padre hacía donaciones cada año.

Uno de esos días, en los que yo andaba entre pensamientos, un hombre atractivo recorrió los pasillos del hospital. Rápidamente mis ojos coincidieron con los suyos. Y…  ¡ufff, qué ojos! Verdes con una gran profundidad. Me dejaron cautivada y no pude gesticular palabra. Vestía con un traje de color negro, camisa blanca y con una corbata color verde que le destacaban esos cautivadores ojos. El joven se me acercó para preguntarme dónde podía encontrar a una tal Josefa Martínez, le indiqué la dirección que debía tomar pero tan pronto como lo pensé, decidí acompañarle por los pasillos. ¿Cuándo había estado yo tan bien acompañada? Nunca. No había encontrado aún el hombre que compartiese mis ideales.

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Al entrar en la habitación, me percaté que era una mujer mayor. Lucía su cabello blanco en un roete perfecto y llevaba ropas negras. Como siempre, me despedí de aquel joven y le dije que si necesitaba algo que no dudase en requerir mi presencia. Me apresuré a acercarme a mis compañeras y preguntar por aquel hombre que me había vuelvo loca. Me contaron que era de clase alta y que no tenía nada que hacer. ¡Qué ilusas! Pensé.

No, podía no conocer su nombre pues, como culo inquieto que era, no me daba por vencida hasta conseguir lo que quería. Investigué quien era aquella mujer, y por lo que pude deducir no era su hijo. Aquella persona tan interesante apareció un mes durante todos los días y a las mismas horas. Tras pensármelo mucho, e intentar no parecer fresca. Me acerqué y le pregunté sobre cómo veía a aquella mujer, de un modo u otro conseguí que hablara de quién era él. Estuvimos charlando durante un largo tiempo y no recuerdo cómo, fui capaz de pedirle una cita. Tal como lo solté me dije a mi misma… “¡Estás loca, Susana!”

Increíblemente el joven no receló y aceptó a quedar conmigo. Era abogado con 24 años, natural de Cádiz, pero por trabajo de sus padres se mudó a Vigo. Soñador, trabajador, humilde y carismático. Le encantaba viajar y disfrutaba de la alta montaña aunque añoraba la playa. ¿Su nombre? Manuel Pérez.

Pasaron unos meses y se forjó una relación de amistad. Ambos nos comentábamos nuestras preocupaciones y nos ayudábamos en todo lo posible. El transcurso del tiempo, me demostró que aquella persona que me había tropezado era más que un amigo. Me hacía sentir cosas que jamás había sentido por otro hombre.

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Un día de invierno, de frío y viento, recibí una inesperada llamada que cambiaría mi vida. Me entraron escalofríos y sudores cuando escuché su voz temblorosa. Sin embargo, no lograba entender el porqué de su viaje inesperado. Tampoco pudo darme muchas explicaciones vía telefónica. Me citó en A Guía, un precioso monte situado en la parte alta del barrio de Teis, donde las esposas de los marineros encendían hogueras que sirvieran de faro para que sus seres queridos volviesen a casa. Era nuestro sitio de encuentro.

Desde lejos noté su tristeza. Con una gabardina negra y una mascota gris se acercó a mí dándome un gran abrazo sollozando. Como pudo, me explicó que tendría que abandonar la ciudad para tratar a la persona que cuidó de él cuando fue niño. Había tenía un percance en la casa y no podía valerse por sí misma. Aquella mujer había sido muy importante en su juventud, pues gracias a ella él era todo lo que era hoy en día. Sin más, se alejó de mí.

Solamente necesité un minuto para darle a mi vida un giro de trescientos sesenta grados. Salí corriendo, con los zapatos de tacón por el césped como si no hubiese otra opción y el tiempo se acabara, para abrazarle y gritarle que me iba con él. Que lo dejaba todo, que ayudaría a cuidar a aquella mujer, que lo quería y que no estaba dispuesta a cartearme y perderlo. Manuel, se quedó perplejo no hubiese pensado ni en sus mejores sueños que ocurriría eso.

Dejé el trabajo aunque las discusiones con mi padre fueron memorables. “¿Dónde tienes la cabeza, Susana?” Me repetía mi padre por toda la casa mientras mi madre, como todas las madres, echaba cara por mí y le decía “Pedro, la cabeza no funciona cuando uno está enamorado y eso lo sabes de sobra…”

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No miré atrás cuando nos montamos en el tren, ni siquiera para tomar el último resquicio de aire de la vida que dejaba. Había tomado una decisión y no la iba a cambiar por nada ni nadie. Quería y, esperaba que todo saliese bien. Él prometió cuidarme y yo, dejarme querer.

Y así fue cómo me volví loca por ÉL y por el sur, por sus playas, su gente, sus fiestas, su forma de ver la vida…por mi Cádiz.

Fdo. Hablando Balleno.

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